martes, 26 de mayo de 2009

EL SOL DE DIEGO


Quiso el destino que uno de los técnicos más resultadistas del fútbol argentino, Carlos Salvador Bilardo, sea el entrenador de uno de los más lujosos seleccionados de la historia que haya conquistado una Copa del Mundo.
La explicación es certera: disfrutó, ese equipo argentino, a Diego Armando Maradona, en su mejor versión. Fue Diego quien destrabó los partidos más complicados: empató con una brillante sutileza el partido que el último campeón del mundo, Italia, le estaba ganando, promediando el grupo A, resolvió los cuartos de final frente a Inglaterra con dos obras históricas, que repitió frente a Bélgica, sin darle chance al seguro portero Jean Pfaf y, en la mismísima final, le dio un estiletazo, como se dice en el potrero “un tomá y hacelo” a Jorge Burruchaga, para que Argentina lograra su segunda -y más verídica-epopeya mundialística.
Todo giró en torno a Diego. En el mundial de España, en 1982, “Pelusa” se retiró haciendo lo que nunca supo hacer: pegando una patada. En México fue todo lo contrario: más allá de los goles-que fueron todos maravillosos y con neta responsabilidad de él-, el zurdito de Fiorito, fue brillante en la elaboración y finalización de jugadas, quirúrgico en asistencias y el más punzante en la verticalidad: con habilidad, fuerza y coraje, imprimió una velocidad cósmica-sino pregúntenle a los Terry Butcher y Fenwick, los centrales ingleses que completaron el rodaje del gol más lindo de la historia de los mundiales-.
Maradona tuvo muchas intervenciones –algunas no terminaron en gol-que fueron de una naturaleza nunca vista hasta allí. Es difícil olvidar el centro, doblando a 90 grados el tobillo, cercado por la línea de fondo, que le sirvió a la frente a Jorge Valdano que, finalmente, convirtió contra Corea del Sur, en el debut.
Otro caso, fue el gol anulado –aun no se sabe por qué - contra Uruguay cuando “encaró, tocó y fue a buscar”, cumpliendo con un concepto futbolístico que está escrito en los manuales del potrero. Además, contra Inglaterra, Diego acarició la Azteca de Adidas, en un tiro libre que rozó el palo del mártir Peter Shilton y, contra Bélgica, el diez, compuso una serie de disparos que fueron desviados con gran esfuerzo por el hombre del buzo amarillo, Pfaf, que atónito miraba a sus defensas. El belga, ya ni les decía nada a sus compañeros, mostrando una total capacidad de interpretación del tormentoso escenario. (Sólo atinó a pedirle la camiseta a Diego cuando terminó el partido).
Maradona fue mucho jugador. Tanto que opacó a Enzo Francescoli que sobre el final del partido contra Uruguay le pegó un patadón al propio Diego, sobre un costado de la cancha, como resumiendo la distancia que el astro argentino le había sacado a sus competidores por el trono de Rey de la Copa de México. De igual forma, desplazó al francés Michel Platini, a Zico de Brasil, al danés Micheal Laudrup, al alemán Lothar Matthäus: ninguno pudo poner en discusión a quien se convirtiera en el mejor jugador de todos los tiempos, después de México 1986.
Lógicamente, detrás de ese morrudo de rulos, había un equipo que comprendió los límites y las estrategias que tenía que llevar a cabo para que el ancho de espadas lo definiera todo. Acompañó de la mejor forma al genio cumpliendo con el formulario básico de mantener el orden y dársela “redondita”, para obtener la ansiada gloria eterna, esa que sólo gozan los jugadores campeones del universo.
Aunque parezca fácil, no lo fue tanto. Sin embargo, cada vez que llovía en ese mundial agobiante de calor, se imponía el sol de Diego. Ese sol, que iluminó mucho más que el de las doce del mediodía que la FIFA dispuso para que los monos del circo tengan que jugar. Ese sol único de Diego. Un sol distinto, tal vez, parecido al que los aztecas rindieron culto durante su historia milenaria y se empeñaron en llamarlo: dios.

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